Al abuelo

Al abuelo

· By Kika Rocha

Al abuelo

La niña que desfilaba para su abuelo

 

Hace poco, mi abuelo Benjamín Rocha Gómez habría cumplido 111 años. Nació un 30 de junio en Girardot, Colombia. Es poco lo que he escrito sobre él porque hay tantas cosas de su vida que me han inspirado e impactado, que nunca sé por dónde empezar, porque su figura ha sido y es presencia constante y protagonista en mi vida.

 

Hoy, sin embargo, me atrevo a comenzar. Y lo hago desde lo más simple y genuino: los recuerdos efímeros de mi infancia, las emociones más puras que él despertaba en mí. Este primer intento nace gracias a mi prima Mariana, quien es 30 años menor que yo. Hace poco, con una curiosidad muy especial, me preguntó: “¿Cómo era el abuelo Benjamín?”. Y esa pregunta, tan directa como profunda, me tocó el alma.

 

Porque hablar de él es hablar de un hombre que fue mucho más que un abuelo. Fue un personaje, una leyenda familiar, un ser que dejó huella en todos los que lo conocieron… y también en quienes, como Mariana, nunca tuvieron la dicha de conocerlo, pero lo sienten como parte de su historia. Hoy empiezo a contarlo, por ella, por mí, y por todos los que lo llevamos en el corazón.

Estoy tratando de poner en palabras tantos instantes, tantos momentos hermosos que compartí con el abuelo. Él partió en 1986, a los 72 años, dejando atrás una vida que, aunque breve, fue intensamente vivida. Nos dejó a sus ocho hijos, a sus diecinueve nietos, una misión clara: honrar su legado, su memoria y la huella profunda que dejó en cada uno de nosotros.

 

Mi padre y mis tíos en la entrada de la antigua hacienda

 

Sé que tal vez me quedé corta al intentar describir todo lo que significó, pero hoy abrazo este intento con cariño y gratitud. Porque recordarlo también es una forma de mantenerlo presente. Su amor absoluto por la naturaleza y la tierra que lo vio nacer es tal vez una de las cosas más valiosas, más lindas y más presentes que me acompañan en cada día de mi existencia.

 

 

Crecí y pasé la mayor parte de mi infancia y gran parte de mi adolescencia junto a él, pues casi todos los fines de semana compartíamos juntos en el campo, pasábamos horas escuchando con su voz potente de actor de cine, maravillosos cuentos o historias, de brujas, princesas, ogros, héroes y heroínas que con su imaginación y astucia iba tejiendo, componiendo y pintando ante nuestra atónita mirada, transportándonos a un mundo mágico donde todo era posible y el bien siempre triunfaba.

 

Mi niñez en el Tolima fue especial y mágica porque siempre conté con su presencia y su apoyo. Desde muy pequeña, tal vez desde tenía un año o casi dos, recuerdo que siempre admiró mi inteligencia, mi curiosidad y picardía. Quedaba boquiabierto cuando le leía (sin saber hacerlo entonces, pero usaba la memoria), ese cuento ilustrado de Hansel y Gretel en el que volteaba cada página en el momento justo para concluir al final cuando la bruja quedaba por fin en el calabozo, con la triunfante frase: “y la encerró con fuerte llave”. Cuánto me aplaudía y gozaba con las pequeñas cosas que yo hacía.

 


Como su nieta mayor siempre recibí por parte suya una mirada de aprobación y de cariño. Jamás me midió con ningún estándar para determinar si era o no bonita. En su corazón siempre fui bella. Simplemente celebraba mi feminidad, mi esencia coqueta, y al mirarme tal vez encontraba rasgos de su madre Matilde que tal vez fue el ser que más amó en la vida.

 

 

Cuando mi mamá me vestía con algún traje con arandelas y zapatitos blancos, me hacía desfilar al frente suyo, dándome un toque de confianza, de aprobación y cariño que nunca olvidaré. Me hacía posar, me agarraba de la manito para hacerme dar una vuelta y otra más. “Deme una vuelta, deme otra vuelta, muéstreme ese vestido”, me decía.

 

Y así, mientras fue posible, década tras década desfilé y posé para él y luego para su fantasma, decenas de preciosos vestidos en los corredores de la majestuosa casa estilo mudejar, que inspirado en “El Generalife” de La Alhambra construyó sobre los cimientos de la centenaria morada de sus padres y abuelos.

 

 

Allí crecí rodeada de frondosos samanes y perfumada por mirtos fragantes. En esas ruinas y escombros del sueño de amor que él escogió no terminar, sino más bien entregarle al olvido, viven aún mis recuerdos más íntimos.

 

Hay instantes de femineidad que no olvido nunca, como tampoco olvido el tocador estilo Deco con su gran espejo redondo que fue protagonista de mis primeros intentos para maquillarme. En una sillita sentada al lado de ese tocador podía observar a mi abuelastra Nelly Algier horas enteras, arreglándose, poniéndose perfume y rouge, vistiéndose para bajar por las grandes escaleras y así sorprenderlo a la hora de la cena al sentarse en el luminoso comedor donde aprendí a degustar desde un sancocho típico hasta una mousse de chocolate de esas recetas francesas que ella trajo de Buenos Aires.

 

Mi abuelastra Nelly con el abuelo Benjamín

 

Por supuesto yo también bajaba detrás suyo los mismos escalones, segura de que recibiría el aplauso cariñoso de un abuelo, divertido y amoroso.

Nelly Algier, sobre quien escribo estas líneas fue su segunda esposa y la madre de mi tío menor, Martín Ceferino. Fue exmodelo en Argentina en los años 50. Su glamour y estilo también fomentaron en mí esa chispa de gusto por la moda que cuarenta años después se demuestra plasmada en una carrera sólida como periodista en la industria.

 

 

 

Creo que esos momentos vividos en una etapa tan temprana como los tres años, aunados a la clase y el estilo que ya me rodeaban y que eran latentes en mis dos abuelas Beatriz y María Francisca, en mi mamá y mis tías, sumados a esos aplausos y juegos con el abuelo Benjamín, moldearon desde niña mi vocación y existencia.

 

Hoy no dudo en decirlo. Benjamín, mi abuelo, fue mi primer admirador, mi primer seguidor y apoyo. Siempre se sorprendió con mi inteligencia, con mi rapidez para entender las cosas, confiaba en mi criterio. Esto me hizo sentir toda la vida valiosa.

Fueron para mí privilegiadas las tardes en que nos sentamos a pasar el tiempo juntos, a conversar, a evocar momentos de su vida, a revivir sus grandes amores, sus grandes logros, a celebrar cómo su pasión por la tierra heredada por generaciones, por el campo y por los animales, lo llevó a hacer grandes cosas. No sólo a crear una pujante empresa agrícola en Colombia, sino a crear y mantener una ganadería insigne, o a forjarse un nombre indeleble en la historia de la tauromaquia tanto en España como en Colombia.

 

 

Cuando recordaba sus logros jamás mostró vanidad, por el contrario, siempre tuvo humildad y orgullo ante una misión de vida y un legado que cumplió a cabalidad fiel a su esencia. “A pararse y a tenerse y a trabajar pa´ mantenerse”, decía y sin duda siempre lo puso en práctica.

 

 

Junto a este hombre romántico, que adoraba los bambucos y los tangos, que sabía bailar, tocar el tiple y cantar, que vestía impecablemente y lucía guapo con un sastre y un sombrero bien calado o con un atuendo campero para montar a caballo, me senté muchos atardeceres a esperar la salida de la luna llena por detrás de las montañas, de sus “tetas” de Doima, para ver luego cómo quedaba enmarcada entre los arcos árabes del corredor frente a la piscina.

 

Mi abuelo en compañía de mi abuela Beatriz Marulanda

Cómo se fascinaba escuchando a los pájaros despedir el final del día, mientras los susurros de las chicharras cobraban fuerza con cada arrebol. Hasta que la luna potente y silenciosa salía lenta y segura se apoderaba de la escena, recordábamos todos los poemas que se sabía sobre esta luminosa dama: 

“La luna vino a la fragua

Con su polisón de nardos

El niño la mira, mira

El niño la está mirando…”

 

Nacido bajo el signo de cáncer, como ser romántico y lunático nunca, nunca le perdió la pista. Casi al final de su vida, aún luego de esos derrames cerebrales que fueron impidiendo sus facultades, cuando los sedantes bajaban el efecto y sus palabras no se le tropezaban por la lengua, su memoria no le fallaba para recordar historias de su mamá, de su padre, de sus fieles vaqueros conquistando el Llano, de sus hijos cazando o pescando por las quebradas de su tierra, de sus historias en España junto a condes y leyendas. Tantas travesías y tantas aventuras… tanta vida para compartir y contar….

 

Mi abuelo junto al señor Conde Agustín de Oleda

 

Aquí, Manuel Cerquera, quien fue su vaquero de confianza 

 

Con mi abuelo que partió hace décadas murió la raíz de nuestra fuerza, y se terminó de romper nuestro legado como familia. Pocos conservamos ese temor y esa pasión que él tenía por cuidar aquellos privilegios que había recibido, que tanto luchó para poderlos mantener intactos y así entregarlos a sus generaciones futuras.

 

 

Hoy día, cuando lo que nos queda de su legado son ante todo sus enseñanzas, sus recuerdos y su inagotable amor por esa misma tierra que fragmentada muchos de sus descendientes no pudieron, quisieron o supieron conservar, sólo puedo celebrar y declarar con humildad una cosa:

 

Aquí con mi padre, en compañía de Rogelio y Dayro, hijo y nieto de Manuel Cerquera

 

Mientras yo exista seguirán viviendo en mí su ilusión y su empeño por honrar siempre la cuna que nos vio nacer, por respetar y por amar este planeta y a la naturaleza tan sabia y generosa que siempre sabe renacer hasta de los mismos escombros, para enseñarnos a seguir su ejemplo. Esa tierra que sabe que las semillas que uno cultiva dan frutos cuando son semillas buenas, cuando son regadas con fervor, bondad y amor.

 

Hoy conmemoro ciento once años del abuelo, de los cuales casi veinte acompañaron mi vida e impregnaron en mí un ejemplo, un cariño, un respeto y una admiración por el gran ser humano que fue pleno de genialidad y brío.

Sí, mi abuelo fue un genio, tan lúcido como impredecible. Su genialidad venía acompañada de un temperamento fuerte, a veces difícil de comprender. Vivió muchas historias, disfrutó momentos de inmensa felicidad, pero también enfrentó dolores profundos, de esos que dejan cicatriz.

Fue un ser humano cabal, real, al fin y al cabo, con todos sus aciertos y con todas sus fallas. Un abuelo que de una u otra forma y con esa misma mano que me tendió desde que era niña, para hacerme sentir valiosa, inteligente, femenina, e importante, nunca ha dejado de sostenerme, aún desde el más allá.

 

 

Nunca ha dejado de recordarme la importancia de ser fiel a uno mismo, o el valor que tiene un nombre, el valor que tiene honrar un legado.

Aunque las cosas materiales se pierden, lo que nunca se perderá es la memoria, el cariño, el amor que van más allá del tiempo, del espacio y que siempre permanecerán válidos, vigentes como reales tesoros.

Al honrar su memoria con actos y con una vida que espero haya sido digna y servicial, y mientras sigo reuniendo el valor para contar más historias, hoy así concluyo esta.

 

Pero el abuelo seguirá. Siempre seguirá vivo en mi recuerdo, mientras él poderoso e imponente, fiel a sus propias palabras y deseo más ferviente, sigue cumpliendo al pie de la letra su última voluntad en esta, su tierra:

 

“Que mi espíritu libre vague errátil por tus sabanas, repose en los sombreados remansos de tus quebradas, o alborozado en los torbellinos o polvaredas que se levantan con el viento estival.

Quiero que guarden estas páginas todo lo que amándote aprendí de ti misma, para que quienes llevan mi sangre y tuvieron, como yo, la fortuna de que allí se arrullaran sus cunas, sepan también amarte”. - Benjamín Rocha Gómez, al Aceituno

 

 

MFR. Mamaroneck, Julio 18, 2025

 

2 comentarios

  • Que lindo Kika me tocó el fondo de mi corazón por que también Benjamin marcó mi vida . Me acuerdo de tantos momentos tan especiales que tuve la fortuna de compartir. ❤️✨

    Luz Mary Beltran en

  • Kika, hermoso el bosquejo de tu abuelo Benjamin. Cuando el corazon habla, es asi como se expresa. Con estas palabras haz honrado su memoria y asi sigue vivo en nuestros corazones. Felicitaciones!!

    Clemencia Medina De Quintana en

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