· By Kika Rocha
A mi “Tita”
Todos los días, pero especialmente cada 2 de septiembre, el día de su cumpleaños, pienso en una mujer que está grabada en mi corazón, que fue y ha sido desde que nací ejemplo de amor incondicional, de fe, de devoción y de servicio.
Tuve la suerte o el privilegio en mi niñez, adolescencia y adultez de contar con una nana que se dedicó a criarnos con todo su amor e incansable esfuerzo: María Lucía Cabezas Álviz, a quien llamábamos con afecto Tato, Tita o Lucha, llegó a nuestra familia desde muy pequeña.
Recordaba que, hacia los diez u once años, la llevaron a “El Baurá”, la hacienda de mi abuela María Francisca Rivas, en Saldaña, en el Tolima. Tato nació en Purificación, señorial ciudad colonial que fue en 1831 capital de la República de la Nueva Granada, tierra de leyendas como el apuesto Mohán que acechaba a las muchachas a las orillas del río Magdalena, donde se disfrutan delicias como el viudo de pescado o los bizcochos de achira.
Mi Tato, altiva, pícara y cariñosa, con su largo cabello trenzado, llegó a la hacienda para convertirse en compañera de juegos y de vida de mi abuela María Francisca.
Con ella creció, vivió y le ayudó a criar a sus seis hijas, mi mamá y mis tías, que fueron su adoración. Cuando mi mamá se casó, decidió irse a vivir con ella y se convirtió en mi niñera.
Allí empezó mi historia con Tato, de quien me acuerdo desde muy pequeñita. A mi mente vienen instantes muy breves, pero sí ciertos, en los que la veo meciendo mi coche junto a su tía Candelaria, velando ambas mi sueño y preocupadas por cada mínimo detalle que necesitara esa niña, que creció como una princesa, en un mágico entorno alimentado de risas y afecto, que se va construyendo a diario y que se va calando en el corazón para quedarse allí por siempre.
Gracias a Tato, desde muy pequeña empecé a cultivar el amor por la naturaleza, las plantas y sus criaturas, a hablar con acento tolimense, a tomar de madrugada café endulzado con muchas cucharadas de azúcar mientras desayunaba junto a ella, escuchando los boleros de su estación favorita, “Radio Reloj”, antes de que me acompañara a tomar el bus del colegio.
Tato siempre me llevaba a la iglesia de la Porciúncula, en Chapinero, a rezarle a “Mamá Linda”, la Virgen de Lourdes que tiene un hermoso altar en esa joya gótica construida en un barrio histórico de Bogotá. Mi hija Victoria lleva su nombre y fue bautizada con agua bendita del mismo río milagroso donde está su santuario en Francia.
Lucía, ese nombre tan diáfano y sonoro, viene a mi mente a diario en mis crónicas de moda. Cada vez que escribo esa palabra para resaltar a una famosa vestida fabulosa con un traje, la recuerdo, pues entiendo al usarla su resplandeciente significado.
Tato siempre fue para mí un rayo especial de vida, y aunque hoy no esté físicamente a mi lado, siempre siento su apoyo desde el más allá. Con ternura siempre secó mis lágrimas, calmó con sus manos y caricias amorosas mis dolores del cuerpo y del alma, mis largas noches de insomnio.
Tita iluminó y veló mis sueños de infante, de adolescente, de mujer adulta. Aún hoy, a su manera y con especial presencia, lo sigue haciendo esté donde esté, aquí dentro de mi alma.
Gracias a Tato aprendí a cocinar los calditos de carne batida, las arepas que amasábamos cada tarde cuando yo llegaba del colegio. Nunca faltaron en mis bolsillos, ni en mi lonchera, una manzana, un paquete de las deliciosas Frunas, un pañuelito, para estar siempre precavida y limpia. Hoy día no falta en mi cartera algún antojito y una servilleta para cualquier emergencia.
Cuando me levanto en las mañanas sigo su costumbre de regar mis plantas que tengo en la ventana, aunque estas ya no son las que solía regalarme, las conservo en su nombre. Tengo también una cuchara de palo de esas que escondía entre mi maleta cuando sabía que venía de regreso a Nueva York, pues era su herramienta indispensable para menear el sancocho o cualquier salsa. “Por allá no hay de eso”, afirmaba convencida.
Caminar con Tato era de mis planes favoritos. Siempre salía elegante con su abrigo para desafiar el clima bogotano y con su moña blanca trenzada. Con ella aprendí a coser y cortar los primeros moldes de vestiditos para las muñecas, pues en nuestros paseos por Chapinero comprábamos retazos de telas estampadas con flores o con lunares en el almacén Tía o en el LEY, negocios fabulosos que ya no existen.
Tampoco faltaban las cacerolas diminutas para las muñecas ni la olleta y el molinillo para hacerse su “cacao”, su bebida imperdonable.
Con ella también descubrí las deliciosas obleas o las colombinas de Charms cuando íbamos a cine al matiné a ver películas de Walt Disney de príncipes y princesas que afrontaban retos y aventuras.
Gracias a Tita, conservo siempre en mi corazón la alegría de vivir, la alegría de celebrar cada año con una rica torta, porque mientras estuvo presente nunca nos faltaba el delicioso Ponqué Ramo con el que siempre nos cantaba para celebrar.
Mi vida se acerca paso a paso a la década en la que ella empezó a velar por mí, para enseñarme a mantener, a pesar de todo, la inocencia y el sentido del humor. A pesar de vivir momentos oscuros, la luz de “Lucía”, la fuerza de “Lucha”, jamás cesarán de apoyarme.
Recuerdo todos los domingos viendo con ella el programa infantil Animalandia con Pacheco y sus payasos Pernito, Tuerquita y Bebé, o Sábados Felices con Alfonso Lizarazo y sus personajes legendarios como El Príncipe de Marulanda, el Moncho y el Hombre Caimán.
Cuánto gozaba con sus expresiones y dichos únicos que todavía me hacen reír como cuando era niña, ligera e inocente. Me hacen pensar en su alegría y en su espíritu nítido que nunca se contaminó ni de amargura, ni de envidia, ni de angustia. Con su filosofía de vida simple, pero no menos profunda, si alguien le preguntaba cómo estaba siempre decía: “La misma barca atravesando el mar”.
Tato estuvo con nosotros hasta sus últimos días. Yo me radiqué en Estados Unidos a partir del año 2000, y ella murió el 3 de mayo del 2002. Nunca faltó la comunicación, las llamadas por teléfono y los detalles de esta mujer que siempre se levantó con tesón y con alegría a cuidarnos y a darnos lo mejor hasta su último suspiro.
Tato fue para mí más que una madre, más que una familia, creció con nosotros y murió con nosotros llevándonos siempre en su corazón. Hoy, 2 de septiembre, la recuerdo con gratitud y le rindo homenaje, aunque en realidad lo haga todos los días. Su foto conmigo agarrada de la mano está siempre en mi mesa de noche, pero su mejor retrato está grabado en mi mente.
Con cariño… Kika